Es lugar casi obligado para quienes visitan La Habana. El Callejón de Hamel y sus vecinos enamoran a los turistas

La primera vez que escuché hablar del sitio, ni siquiera sabía cómo llegar. Primero me explicaron desde mi casa las guaguas en las que debía montarme para llegar; luego estuve horas esperando en una esquina de Centro Habana, sin saber que aquella reja de colores que tenía a unos metros era el famoso Callejón de Hamel.

Dice el refrán que en Cuba “quien no tiene de congo tiene de carabalí”, y en aquella callejuela que atraviesa las calles habaneras de Aramburu y Hospital, se demuestra.

“¡Qué bolá!”, es el saludo de los trabajadores del Callejón de Hamel, en su mayoría vecinos de la zona que han adaptado su manera de vivir para convertirse en gastronómicos, guías turísticos y expertos bailadores que animan las tardes.

A las 12 del mediodía de los fines de semana, rompe la fiesta. Pero los atraídos por el calor caribeño llegan desde horas tempranas en busca de un sitio privilegiado para disfrutar de las vistas, la buena rumba y algún cóctel tradicional preparado durante el espectáculo del Callejón de Hamel.

“¿Quieres conocer tu futuro?”, pregunta una señora desde el portal de una vivienda vieja, pintada con graffitis yorubas. “Aquí tus sueños se pueden hacer realidad”, exclama con certeza.

Fue en los años 90 cuando surgió este proyecto cultural comunitario a cargo del artista Salvador González Escalona, con el fin de mostrar la herencia que los negros esclavos africanos legaron a la isla. Así, poco a poco fue tomando forma la idea hasta transformar un barrio con pocas posibilidades, de baja escolaridad y con un deterioro habitacional notable, en uno de los sitios más visitados de La Habana.

Entonces Hamel comenzó a levantarse, surgieron sus murales inspirados en las distintas manifestaciones religiosas, los proyectos de pintura y manualidades para niños, y el baile a ritmo de tambores que sobresale como preferencia dentro de este entorno.

Abel, un joven trabajador del Callejón de Hamel, me confirma que el turista que llega no quiera marcharse. “Aquí encuentran un pedazo de ciudad diferente, la fusión entre nuestro pasado y presente, el sabor que nos corre por las venas, la verdadera identidad de un cubano”.

El sitio pasa de escenario a galería, de exposiciones a feria artesanal, de entorno comercial a casa y patio de juegos. Los acostumbrados pasan de una esquina a otra como un trayecto más de su día a día, pero para los cientos de visitantes, es extraño describir lo que observan.

“Música, fiesta y baile”, me dice una italiana con perfecto acento español, mientras mueve sus hombros. Para ella lo bonito del sitio es cómo se une lo viejo con lo nuevo, y cómo aquello que parece inservible en realidad es la parte más atractiva del recorrido.

Son más de las cinco de la tarde, y aunque hoy no hubo rumba, Hamel no deja de perder su atractivo. La historia de este callejón la ha hecho su gente, los vecinos que un día decidieron cambiar las fachadas de sus puertas para darle otro sentido al barrio, los adornos sin aparente sentido y el montón de reliquias distribuidas al azar por aquellos 200 metros. “Si entras te quedas”, asegura Antonio, visitante español. Y tiene razón.

Texto y fotos: Vladia Rosa García

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