Dicen los más viejos que desde que en Cuba las bodegas fueron nacionalizadas y se pusieron en manos del Estado comenzaron a perder el brillo
La niñez de Ana Hernández transcurrió en la bodega de su padre; entre los sacos de azúcar, los litros de leche, los ahumados colgando y las manzanas envueltas en papel parafinado. “Yo recuerdo que mi familia vivía para mantener surtido y limpio ese lugar. Mis tíos se pasaban las tardes sacando cuentas, tomando vino y aguardiente”.
La gente del pueblo venía, compraba y salía satisfecha. Todo fue así hasta los años 60. Una mañana, cuando mi papá estaba pasándole un paño al mostrador de la bodega para empezar a despachar se bajaron dos militares de un jeep y le anunciaron que a partir de ese momento ya no tenía nada. Salvo una mísera indemnización mensual que él nunca aceptó. “La Revolución nos lo había quitado todo”.
Dicen los más viejos que desde que en Cuba las bodegas fueron nacionalizadas y se pusieron en manos del Estado comenzaron a perder el brillo, hasta llegar a la penumbra que las identifica hoy. “Ya no las atendía un particular, por tanto el sentido de pertenencia había muerto. A los dependientes les daba lo mismo. Luego comenzaron a escasear insumos y cada vez se redujo más la tablilla. La abundancia se fue acabando. Imagínate, antes venía a la bodega hasta malta y Coca Cola. Y ni hablar de las latas en conserva, la leche y los embutidos”, dice Alfredo Molina de 78 años.
Con la ruptura definitiva del comercio con los Estados Unidos y la instauración del bloqueo en 1962 la debacle llegó a las bodegas. Durante los años de amorío entre la isla y la Unión Soviética esos establecimientos tuvieron un respiro gracias a los productos que llegaban constantemente de la URSS. Es por esto que algunos nacidos antes de los años 90 recuerdan las latas de leche y las galleticas dulces. “Eso era generalmente para los viejos y los niños, porque ya estaba la libreta de abastecimiento y los alimentos eran normados”, expresa Luisa Mendoza.
Las famosas tarjetas o libretas de abastecimiento no son solo un ícono de la regulación y la estrechez del sistema cubano, son la evidencia del atraso y las carencias que perduran en la isla. Desde el pan hasta el café son controlados en casillas según los núcleos familiares. “Eso sí. Cada vez son menos los productos que hay que asignar. Ya no viene alcohol, ni fósforos, hace rato no entran frijoles. El pollo es de Pascuas a San Juan y así va pasando con todo”, lamenta Pablo Ortiz, bodeguero en la calle Lombillo en el municipio capitalino Plaza de la Revolución.
Elisa Santos añade que una de las cuestiones preocupantes de estos lugares es la falta de higiene. “La decadencia no solo está en la escasez de alimentos; puede verse en el rostro de los empleados, en el de los clientes, en los insectos que se posan encima del mostrador y pululan en las vitrinas, en los roedores que acampan en los almacenes y se alimentan del azúcar y el arroz que extraen de los sacos, de los mismos que luego se le despacha a la población.
Para Irma, bodeguera hace más de 30 años, hay días que el trabajo termina cuando se vende el pan de la mañana. “Es que no hay nada y por tanto, nadie viene, al no ser en busca de un mandado pendiente que están a punto de perder o a averiguar cuándo llega esto o lo otro”.
La apariencia de estos locales es la misma a nivel nacional, y ni siquiera en la ciudad se escapan de la mala estampa que los caracteriza. En las zonas de provincia suelen ser más deprimentes todavía, pues son constantes los episodios donde los ancianos se aglomeran en los portales para comprar de lo poco, lo que hay.
“Desde las siete de la mañana ya llegan a buscar la leche o el pan. Son los mismos que luego regresan cuando entra el café, el chícharo o la dieta. Las bodegas se han convertido en eso. En un espacio donde los viejos ven como el ocaso no solo ha llegado para ellos”, concluye Irma.
Texto y fotos: Lucía Jerez