Jorge y Elizabeth duermen temiendo que las paredes de su apartamento les caigan encima

Con las lluvias de mayo de 2018 a Jorge y Elizabeth no les llegó la calma ni el ashé. Después de las precipitaciones, el desvencijado apartamento número 2 de Damas 905, entre Paula y San Isidro, municipio Habana Vieja, comenzó a desplomarse con mayor intensidad y desde entonces, para esta familia no ha dejado de llover.

“Primero se cayó el techo del paso de escalera. Se desprendió a trozos y fue rompiendo los escalones, al punto que es casi imposible el tránsito. También se cuarteó una pared, y, por si fuera poco, se soltó el pasamano. En el interior de la casa no ocurrió menos. Todo el techo está agrietado y las paredes penden de un hilo”, dice Elizabeth.

Esta madre cubana tiene la voz cansada, tal vez de explicar lo mismo, y de esperar. El edificio donde vive junto a su esposo Jorge y sus dos hijas de 10 y 16 años fue declarado inhabitable hace más de cuatro décadas. Esa ha sido la única respuesta que recibió con precisión. Guarda copias de decenas de cartas que ha enviado a cuanto organismo de vivienda o seguridad social le ha sido posible. Sin embargo, ninguna misiva llega de vuelta. Y las paredes se siguen cayendo.

“Mi apartamento por dentro no tiene nada. Yo no puedo tener muebles, ni adornos, ni cortinas. Solo conservo las camas, un ventilador y unas columnas que se cayeron afuera y son la que me sujetan la placa por dentro. Vivimos con la ansiedad de imaginar que, lo mejor que nos pudiera pasar, es que nos dé tiempo a salir corriendo. En las noches, cuando estamos durmiendo, sentimos desprenderse lascas del techo. Hemos aprendido a vivir con esos ruidos”, cuenta Elizabeth.

Hace un tiempo, Vivienda le asignó a Jorge un subsidio. “Cuando se cayó la escalera de afuera lo empleé para repararla un poco y nos lo quitaron porque según ellos, ese dinero solamente se podía utilizar para restaurar el interior”.

Según una funcionaria de ese organismo en la capital, “los subsidios solo pueden ser empleados para arreglos dentro de las casas. El resto lo tienen que hacer los ciudadanos por su cuenta. Si vemos que está siendo dispuesto para otras funciones se retira”.

“A nosotros nos han llegado a decir”, recuerda Elizabeth “que la culpa la tuvo mi suegra que hace un bulto de años permutó su antigua casa por esta. Un día que fuimos a la oficina de Vivienda la directora se dirigió a las trabajadoras y les dijo, acaben de darle algo a esa gente, para que arreglen lo que sea, a ver si no molestan más”.

Las hijas de este matrimonio se han despertado varias mañanas sin ganas de ir a la escuela. “La mayor tiene las piernas llenas de cicatrices. Ella estudia Hotelería y Turismo; tiene que levantarse muy temprano y salir cuando aún no ha amanecido. Como la escalera está oscura, se ha caído varias veces”.

Para uno de los vecinos que vive en el apartamento número uno de la edificación, “nadie que mire la fachada, por muy mala que esté, imagina las condiciones de adentro. Es fuerte, muy fuerte”.

Elizabeth y Jorge no quieren pensar que en unos meses llegará mayo y con él las aguas. Viven pensando qué hacer para no morir al día siguiente y agradecen a cualquiera que tan solo les preste el oído. Saben que lamentarse es un lujo que quizás, no se puedan dar mañana.

Texto y fotos: Lucía Jerez

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