Dedicarse a rellenar fosforeras en Cuba da para vivir. Rolando antes era profesor en una escuela del Vedado. Ahora rellena fosforeras y es su propio jefe
Rolando aún puede recordar la primera vez que rellenó una fosforera. Eran los años más duros del Período Especial. “Yo era profesor de Dibujo Técnico en una escuela del Vedado. El director, quien ya tenía este oficio para sacar un dinero extra los fines de semana, me invitó un día y me enseñó”.
Antes de ello, él y Raquel, su esposa, habían intentado todo tipo de negocios para subsistir. “Rolo hacía banquitos de madera para llevar niños, de esos que se instalaban en las bicicletas y salía para venderlos en los recreos; también carritos de laticas; yo cosía una carterita o le ponía un adorno a un lápiz en la goma. Eso lo llevábamos a las candongas, una especie de feria que se hacía en algunos parques en aquella época. Muy útiles, por cierto, pero desaparecieron porque la gente empezó a llevarse las cosas de los centros de trabajo para venderlas; y el gobierno las prohibió”, nos cuenta la señora.
En el 93, sin otra entrada de dinero, “el fosforero”, como lo conocen habitualmente, inició de forma estable su trabajo. “La situación obligó a muchos a hacerlo también. En cualquier parque, portal o esquina, te encontrabas a alguien rellenando. Ahora, con las restricciones y el aquello de que tienes que ejercer en tu casa o arrendar un espacio, muchos compañeros de profesión han desaparecido”.
Entonces, el arreglo de un mechero podía salirte máximo en 7 pesos. Y en un día sumaba muchísimo más de lo que ganaba un maestro. “Un trabajo fácil, en el cual solo se requiere un poco de maña y con horario flexible”, asegura Rolando. “Me enamoró, hasta el punto de dejar la escuela definitivamente”.
Cada mañana, llega hasta un garaje, sito en 19 y A, para dedicarse a esta labor. “Trabajo todos los días de ocho a doce. A esa hora es que la calle está más viva, pues después del almuerzo como que se duerme hasta las cuatro de la tarde.”
En su negocio recibe todo tipo de fosforeras, pues “casi todas se llenan. Existen algunas, mayormente rusas, que tienen un mecanismo muy extraño, difíciles de reutilizar. Las otras se reciclan de otro modo: le encuentras el mecanismo, pues el oficio te da esa habilidad; o bien le coges un ponche”, señala.
Las fosforeras ponchadas, como las de marca Bics, son reutilizadas por los cubanos mediante esta maniobra. Al ser desechables, quienes se dedican a esto se valen de un alfiler para crear un orificio en cualquier parte del dispositivo. Con una jeringuilla inyectan gas licuado e inmediatamente ponen el mismo alfiler dentro para que este no escape.
El medio de subsistencia de estos trabajadores es el gas de balita. “Todos obtenemos el gas de ahí, aunque veas en la calle los pomitos de la tienda. En mi caso, me hice el contrato con el Estado por 110 pesos cada una. Ahora se hace más difícil, porque con la escasez de GLP, solo puedo reponerlo cada dos meses. La suerte mía es que tengo muchos familiares que usan ese gas y voy recogiendo los piquitos que les quedan”.
Su arreglo más caro no sobrepasa los cinco pesos cubanos. “Dependiendo de si es gas y piedra, cuatro. Si es gas solamente, uno o dos pesos”; por eso, a pesar de no querer dar una cifra exacta, alega que el oficio diario solo “da para vivir, no mucho más que eso”.
“Yo soy de los primeritos. Me gusta porque no tienes jefe; voy o no, ese es mi problema y ya me adapté. Para el Estado no trabajo”, concluye.
Texto y fotos: María Carla Prieto