Para muchos cubanos los almendrones son un habitual medio de transporte. Y también estos carros antiguos guardan historias y reviven nostalgias, como la del abuelo que atesoraba doce Ford del 57
Aún guardo en mi memoria el olor dulce del almendrón de mi abuelo. Antes de aquel primero de enero de 1959, ese negro descendiente de esclavos tenía unos 12 autos de lujo, marca Ford, del 57. Los barbudos y su teoría de la conciencia de clases le decomisaron todo.
A la ola igualitarista solo sobrevivió uno, azul y blanco. Mi madre me cuenta que de pequeña solía pasear mucho en él. Cuando yo nací, el viejo disfrutaba de tener juntos a sus dos amores: su nieta y aquel almendrón azul y blanco. Gracias a esto, puedo reconocer cada modelo antiguo.
Vivió para el carro cada día de su vida, tal vez por encontrar en él un único recuerdo de su existencia opulenta, arrebatada de sopetón un día. Su coche siempre olía a limpio. A confort.
Nada que ver con el amasijo de hierro al cual me enfrento cada día. A las siete de la mañana, pocos humores prefieren las guaguas aunque, desgraciadamente, miles de ellos las usan por no tener otro remedio. Yo no.
Salgo invariablemente a la caza de uno de estos autos. Los de pasaje no son muy encantadores, mas su simple capacidad de movimiento es ya milagrosa.
Un almendrón rojo se detiene hoy. Por 10 pesos, me llevará a mi destino. Como los demás pasajeros, olvido la efectividad del perfume que me puse antes de salir de casa. Mi aroma cuando baje será, seguramente, el del petróleo.
Cada cubano tiene una relación de amor–odio con los almendrones y sus choferes. Las aventuras son variadas: la rotura de una prenda de vestir atascada en alguna de las puertas, la incapacidad de accionar la manija para montarse, o un muelle salido de los vetustos asientos.
Eso sí, en la madrugada añoramos la aparición de uno, solitario, en la vía; si encima su ruta es la nuestra… Ese momento es celestial, más si has caminado ya una distancia prudencial o llevas varias horas esperando el transporte público, loco por llegar a casa.
Puede leer también: RAE reconoce el vocablo “almendrón”
Los extranjeros disfrutan treparse a este museo de cuatro ruedas, más si son de pasaje. Para mí, estos son los de más mérito: llevan motores de autos más avanzados, chapistería continua y conexiones inventadas, todo como muestras de la creatividad criolla; y soportan largas jornadas de trabajo en las calles. Subsistir pareciera la palabra de orden para estas reliquias.
Pensando en esto llego a mi destino. Le pago al chofer y le deseo un buen día. Aunque no se respire ostentación, el solo hecho de estar en él me hizo pensar en mi abuelo durante todo el viaje. De estar a mi lado, me señalaría cada carro antiguo, preguntándome la marca y el año.
Sonrío ante el recuerdo y, distraída, atravieso la avenida. La proximidad de uno de estos héroes me hace volverme. No sé si fue casualidad, pero era un Ford del 57.
Texto y fotos: María Carla Prieto