El derrumbe del balcón en el barrio de Jesús María, en el que murieron tres niñas, fue hace ya cuatro días. Pero entre familiares y vecinos el funeral parece eterno
Las cinco de la tarde es una hora triste en el número 102 de la calle Revillagigedo. Jesús María, uno de los barrios más alegres de La Habana, permanece encerrado en el mutismo de quien perdió a un ser muy querido, y aun no se lo cree.
Puedo apostar que las niñas fallecidas no eran conocidas por todos, sin embargo, un pueblo se suma al dolor de sus familias. Yo, porque mi sobrina también ensayaba un acto para Martí, solo que a 300 km de la capital; ellos porque sus niños continúan corriendo frente a carteles de “NO Pase. Peligro de derrumbe”, jugando a los escondidos en edificios sin cartel como este, donde la indolencia de un gobierno roba vidas y luego marcha, como si nada hubiera ocurrido.
Los niños del barrio no hablan de otra cosa. En sus cabecitas inocentes entró por primera vez la señora de guadaña, desconocida para ellos hasta ver los tres asientos vacíos. Así, uno de ellos deja sus galletas de la merienda, aun sabiendo que ellas tampoco las van a comer.
Los vecinos del barrio no han parado ni un momento. Llegan hasta el altar improvisado a cambiar las flores, a barrer los pocos escombros que la brigada, sin pensar en el dolor ajeno, dejó sobre la acera con nombre de niñas.
Solo algunos familiares se atreven a llegar: los otros están digiriendo aun este alimento amargo, con espinas, intragable; sin otro remedio que engullirlo, de una o de a poco.
La muchacha del pullover rojo enciende la vela una y otra vez. El viento vuelve a apagarla. En esta disputa están un rato, mujer y naturaleza. Ella vence.
Quienes pasan no pueden evitar persignarse. Un vecino masculla intenciones de venganza y ella lo mira amenazante: su niña no sabe de odio, no debe escuchar siquiera escuchar sobre semejante sentimiento, no puede ser molestada ahora, en su momento, cuando sus compañeritos han venido a verla.
La miran los pequeños de la cuadra, que ya no saltan ni gritan al pasar por allí, que se detienen a dejar un beso, un dulce, amor. Ella recuerda a la niña en bicicleta: “¿Tú eres la de la piyamada, no?” Y le pide que la acompañe un momento, hasta la puerta contigua, le cuente cada detalle. Eso no se la traerá de vuelta, lo sabe, pero la dejará dibujarla en todas sus facetas cuando, en la noche, solo le quede llorar.
Todavía no he visto unas imágenes que hagan justicia a lo que se siente frente a esa fachada verde. La impotencia y las ganas terribles de llorar no se van nunca. Te quedas allí, tranquila, pareciendo una más, siendo fuerte al ponerle vida a las familias, y darte cuenta de que es real.
En Jesús María hay funeral todas las tardes, a las cinco. En La Habana habrá muchos más, a otras horas. Estoy segura de que el Apóstol no les perdonará esto nunca: ustedes dejaron ir a tres de las que saben querer.
Tú, que tienes el poder y no hiciste nada por evitar esto, tenías que haber ido, encender una vela, dejar un chocolate, una oración, un peluche, una flor. Eso hicimos aquellos a quienes nos falta comida y nos sobra humanidad. Tus condolencias tardías no valen de nada ahora.
Texto y fotos: María Carla Prieto
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