Historias de barberos, de los que ya lo eran antes de 1959 y de los que han seguido: “este no ha sido nunca un oficio para enriquecerse, da para vivir”
En enero de 1959 ya Serafín era barbero y tenía su sillón en la Esquina de Tejas, en un salón enorme que había comprado su padre. En cuanto le avisaron que los barbudos iban a entrar a la ciudad corrió hasta 23 y Malecón, y prendió un cigarrillo Chesterfield, mientras veía avanzar la caravana.
Pocos años después, con la ley de nacionalizaciones, la Revolución les intervino el negocio. Le quitaron las sillas, los carteles de neón, las luces en las vidrieras, y su marca favorita de tabacos, pero no le llevaron las ganas tozudas de ser barbero.
“Este no ha sido nunca un oficio para enriquecerse, da para vivir y, mientras uno tenga ánimos puede hacerlo. Yo mismo tengo 83 años y no me he sentado todavía. Eso sí, está claro que antes las cosas se nos facilitaban mucho más. Había de todo: cuchillas, brochas, jabones, espuma, cepillos, navajas, colonias. Todo te lo encontrabas en las tiendas a precios módicos, pero ya eso no existe aquí. Hace poco me hablaron de una brocha a 150 pesos cubanos. Así no hay negocio que resista”, cuenta.
En Cuba los barberos suelen ser populares. Casi siempre establecen empatía con los clientes y llegan a convertirse en sus confidentes. Hablan de deporte, de política, de cine, de música y de mujeres. Sin embargo, muchos de los barberos en la isla viven calculando hasta dónde se podrá seguir estirando la cuerda.
Para Alfredo Sosa Quintana, los impuestos a la Oficina Nacional de Administración Tributaria (ONAT) son un tema complejo que a cada rato sale a relucir si se juntan varios. “Imagínate, este es un trabajo donde siempre es importante aumentar la clientela. Por tanto, tú no puedes pelar en un cuarto en el fondo de tu casa. Lo tienes que hacer en espacios visibles. No hay manera de disimular, como hacen otros cuentapropistas. Es por eso que es tan común ver barberías en los portales, en garajes o en la sala de alguna vivienda. El caso es que aunque tengas el sillón en tu casa, tienes que pagar un impuesto, no importa si has tenido público, si no encuentras los productos, si has estado enfermo. Cada mes debes abonar mínimamente 260 pesos al Estado, más lo que inviertes en electricidad. Y créeme, cuando se le mete el lápiz, eso no es bobería”.
Este tipo de servicios tiene precios muy diversos, en dependencia del lugar del país donde se encuentren. En la capital, por ejemplo, un corte de cabello a los hombres puede valer de 3 a 5 CUC. Incluso, hay salones con cierta categoría que han establecido un valor de 10 CUC. Sin embargo, en los pueblos de provincia, el pelado puede costar 1 CUC o menos. Las tasas de impuesto sí son iguales para todos.
A Julio Martínez, barbero en la calle Marquez González, en el municipio de Centro Habana, lo que le ha preocupado siempre es el tema de conseguir los utensilios y tener todo en orden para recibir a la inspección. “Aquí no existe un lugar donde tú puedas ir y comprar los artículos que se necesitan para pelar, afeitar o peinar. Todo hay que adquirirlo por la izquierda a valores disparados. Generalmente son personas que viajan y lo revenden. Aun así, cuando viene un inspector a examinar la licencia, te pide los comprobantes o certificados de compra de todo lo que estás usando en ese momento. Ese es el instante en el que tú te percatas de cuán loco es este sistema.”
“El otro día llegó aquí un jovencito que decía que era periodista”, comenta con picardía Serafín. “Me preguntó cómo vivíamos los barberos en Cuba y cuánto teníamos que agradecerle a la Revolución. Yo lo miré con la misma compasión con que miro a mis nietas y le dije, mijo, si algo tengo yo que agradecerle a este gobierno es que me haya obligado a pelar casi por amor, porque si fuera por riqueza… hace rato hubiese colgado la tijera”.
Texto y fotos: Lucía Jerez
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